Todavía no habían arreciado los bombardeos.
Todos sabían que ellos se venían pero nadie sospechaba el final. Era domingo y la calma de la mañana, el frío y el viento eran constantes. Alguien alguna vez, en esas tardes en que se tomaba el mate cocido había dicho que el viento que llegaba a la isla era hijo del blizzer; ese viento blanco de la Antártida. Sólo en el aeropuerto se escuchaba el zumbido penetrante de las turbinas de los Hércules despegando y aterrizando. El silencio esa mañana se había anclado en Puerto Argentino y nada parecía poder desalojarlo; ni el miedo a la muerte ni la fuerza de la razón. El silencio se había quedado y recorría todos los rincones.
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